Antoine Comiti
En Londres a principios del año 1787, si alguien hubiera dicho por la calle que la esclavitud era moralmente condenable y que se debía hacerla ilegal, nueve de cada diez personas se hubieran reído pensando que era cabeza hueca. La décima persona quizás hubiera estado de acuerdo con él sobre el principio pero le hubiera asegurado que acabar con la esclavitud era totalmente imposible.
Era un país en que la gran mayoría de la gente, desde los campesinos hasta los obispos, aceptaba la esclavitud como algo absolutamente normal. Era también un país en que los beneficios de las plantaciones del Caribe estimulaban la economía, los impuestos aduaneros en el azúcar cultivado por los esclavos era una fuente importante de ingresos para el gobierno, y los medios de existencia de decenas de miles de marineros, comerciantes y fabricantes de barcos dependían del comercio de esclavos. Aquel mismo comercio había tenido un auge casi nunca visto antes que había traído prosperidad a ciudades portuarias -incluso a Londres. Además, diecinueve de cada veinte ingleses ni tenían el derecho a votar. Privados ellos mismos de aquel derecho más básico, ¿cómo podían ser inducidos a preocuparse de los derechos de otras personas de color de piel diferente al otro lado del oceano?
Aquel mundo de servidumbre parecía tanto más normal cuanto que quien miraba atrás no veía sino otros sistemas esclavistas. Los griegos y los romanos tenían esclavos; los incas y los aztecas tenían esclavos; los textos sagrados de la mayoría de las grandes religiones presentaban la esclavitud como algo evidente. Aquélla ya existía antes de la aparición de la moneda y de la ley escrita. Así era el mundo -nuestro mundo- hace sólo dos siglos, y para la mayoría de la gente de aquella época era impensable que pudiera ser otro.
Si se insistía ante ellos, algunos británicos tal vez concedían que por cierto aquella institución era desagradable, «pero entonces, ¿de dónde vendría el azúcar para tu té?, ¿de dónde los marineros de la Royal Navy conseguirían su ron?». El comercio de los esclavos «no es un comercio agradable», pero como lo decía un miembro del Parlamento, «el comercio de un carnicero tampoco es un comercio agradable, sin embargo una chuleta de carnero es, pese a eso, una muy buena cosa.»
Y si había personas predicando el fin de la esclavitud, eran escasas y estaban dispersadas.
Por cierto había un sentimiento de malestar latente. Pero sentir una emoción vaga y apenas consciente es una cosa; creer que un día se pueda cambiar ese estado de hecho es otra. El parlamentario Edmund Burke, por ejemplo, estaba en contra de la esclavitud pero pensaba que la idea misma de acabar con el comercio de esclavos transatlántico (sin hablar de la esclavitud misma) era «quimérica». Pese al malestar que algunos ingleses de fines del siglo XVIII podían sentir acerca de la esclavitud, la idea de acabar con ella parecía un sueño ridículo.
Cuando los doce hombres del Comité abolicionista se reunieron por primera vez en mayo de 1787, el puñado de personas pidiendo abiertamente que se acabara con la esclavitud o el comercio esclavista eran consideradas como estrafalarias, o a lo mejor como incurables idealistas. La tarea que emprendieron aquellas personas fue tan monumental que le parecía imposible a cualquier otra persona.
Aquellos hombres consideraban que la esclavitud era no sólo una atrocidad sino también algo que se podía solucionar. Pensaban que puesto que los seres humanos tienen esta capacidad de preocuparse del sufrimiento de los otros, el hecho de exponer la verdad a la luz pública incitaría a la gente a actuar.
En pocos años la cuestión de la esclavitud había venido al centro de la vida política británica. Había un comité por la abolición en cada ciudad y municipio importante. Más de 300 000 británicos se negaban a comer azúcar producido por esclavos. Las peticiones de abolición inundaban el Parlamento de mucho más firmas de lo que nunca había recibido sobre otro tema.
Hay algo misterioso en la empatía humana y lo que hace que la sentimos en algunos casos y en otros no. Su surgimiento súbito en aquel momento particular sorprendió a todo el mundo. Esclavos y personas esclavizadas siempre se habían rebelado en el transcurso de la historia, pero la campaña en Gran Bretaña fue algo que nunca se había visto antes: fue la primera vez que muchas personas se movilizaron y permanecieron movilizadas durante muchos años por los derechos de otras personas. Aún más extraño: fue por el derecho de personas de otro color de piel en otro continente. Nadie estuvo más sorprendido de aquello que Stephen Fuller, representante en Londres de los plantadores de Jamaica, él mismo propietario de plantaciones y protagonista central del lobby pro-esclavitud. Mientras decenas de miles de personas protestaban contra la esclavitud firmando peticiones, Fuller quedó estupefacto de que «no mencionaran ninguna injusticia o perjuicio que los afectaran a ellos mismos».
Los abolicionistas tuvieron éxito porque aceptaron un desafío al que se enfrenta quien se preocupa de justicia social: hacer visibles los lazos entre lo próximo y lo lejano. Por lo general no sabemos de dónde vienen las cosas que usamos, ignoramos las condiciones de vida de quienes las fabrican. La primera tarea de los abolicionistas fue hacer que los británicos tomaran consciencia de lo que había detrás del azúcar que comían, el tabaco que fumaban, el café que bebían.
(traducido del francés por Lise Defrance)